miércoles, 29 de agosto de 2007

¡¡¡ESTÁN LOCOS ESTOS ROMANOS!!!



Aprovechamos esta frase, del inefable Obelix, para dar pie a la reseña sobre las visitas que la expedición giró a lo que queda de los poblamientos aborígenes. La primera fue en Tilcara, en plena Quebrada de Humahuaca, allí visitamos el Pulcará, que en quechúa significa sitio elevado. Está parcialmente reconstruido, aprovechando donaciones de la Agencia Española de Cooperación cuando lo del 92 (¡me cago en el quinto centenario!, que dirían hoy los diaguitas).
Las casas comunitarias estaban hechas de piedras con techos de paja y barro apoyados sobre vigas de cardón, el omnipresente cactus de estos lugares que tiene una madera espectacular. Al lado de algunas casas se encontraban las tumbas de los familiares difuntos y graneros comunes. Allí vivieron los diaguitas, una de las muchas tribus junto a los tastiles, los omahuacas, los wichis, los quilmes y demás gentes que poblaron las quebradas antes de la llegada de los españoles. Todas estas comunidades indígenas fueron colonizadas y culturizadas por los incas unos 85 años antes de la llegada de Colón. Por eso cuando llegaron los primeros españoles a estos valles, allá por el año 1560, tenían una buena agricultura con regadíos y carreteras, así como conocimiento de la metalurgia. La actual y mítica ruta 40 transcurre, en parte, por antiguos caminos incas, como la "Recta Tintín" que significa lugar de encuentro y que tiene una longitud de más de 14 kilómetros y una desviación menor que un grado.
De este enclave, la expedición recaló en Santa Rosa de Tastil, aldea entre San Antonio de los Cobres y Salta, antes de iniciar el descenso a Salta por la Quebrada del Toro. En Santa Rosa hay una antigua ciudad de los tastiles que no está excavada. Nadie nos impidió el acceso porque no había nadie en las cercanías, tan solo un cartel herrumbroso que decía "sitio arqueológico".
El lugar seguía el mismo esquema que el Pulcará de Tilcara, solo que allí no había llegado el dinero europeo: restos de construcciones que se elevaban por un cerro que dominaba un valle fértil y extenso. En este lugar, un miembro de la expedición tropezó con un trozo de cerámica y le llamó la atención. Al ir a cogerla descubrió que estaba parcialmente enterrada. Al ir quitando parte de la arena y tierra que la cubría, lo que era un fragmento cerámico pasó a ser una vasija funeraria con el esqueleto de un niño en su interior. Ya estimulados por el hallazgo, vimos que el suelo estaba repleto de puntas de flechas de obsidiana y pedernal, de raederas, de huesos afilados y topamos con un hacha de piedra de basalto en perfecto estado de conservación.
Ni que decir tiene que volvimos a enterrar la vasija y a dejar en su cercanía las piezas encontradas.
Ya de vuelta íbamos reflexionando sobre el lamentable estado del patrimonio cuando vimos lo que se anunciaba como museo de los Tastiles. Paramos y la puerta estaba entornada sin que nadie nos atendiera. Entramos y casi en penumbra vimos una serie de objetos más que expuestos abandonados, mientras unas niñas correteaban entrando al "museo?" desde una habitación aledaña que parecía ser su vivienda. Una caja de madera fina con una hendidura en el frontal, reclamaba una dádiva para poder mantener el museo. Tras depositar una cantidad, la expedición abandonó el lugar con el convencimiento de que el dinero dejado iba a servir para la comida.
Tras abandonar la Quebrada de Humahuaca, la expedición se dirigió hacia el Sur, tomando la ruta de los valles calchaquíes. Es una zona rica en viñedos y en bodegas, por lo que nos tomamos muy en serio su exploración. Así tropezamos con las ruínas de Quilmes. Están parcialmente reconstruídas aunque queda una amplísima zona que no ha sido ni excavada.
Al contrario que en la anterior, alguien está a la entrada del recinto para cobrar y un guía nos da unas nociones sobre el lugar y sus antiguos moradores: los indios Quilmes.
Estas buenas gentes decidieron no hacer ni puto caso de lo que les decían los españoles y sus curas. Prefirieron seguir manteniendo su poligamia, sus dioses y andar en cueros antes que usar ropajes, que dificultan el andar y favorecen a la sarna y otras afecciones cutáneas, y aceptar las cruces el pecado y la culpa.

No contentos con esto, los Quilmes consiguieron aglutinar a las tribus vecinas y mantuvieron en jaque a las tropas españolas durante más de 130 años. Después de muchas batallas perdidas, los españoles cortaron y envenenaron los ríos que surtían de agua a estas tribus que, al divisar españoles en la lejanía, se subían a los cerros donde tenía reservas de comida y se hacían invisibles. Algún milico listillo, después de envenenar los ríos decició sitiar los cerros y así cayeron los Quilmes. No contento con esto, como venganza y humillación, se les obligó a ir andando hasta la ciudad de Buenos Aires, que dista más de 1.500 kilómetros.
Cuentan las crónicas que partieron unos 5.000 y llegaron 400. Probablemente este castigo sirvió de modelo conceptual para que siglo y medio después los argentinos comenzaran el exterminio de las tribus del Sur: onas, patagones, mapuches, etc.

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